miércoles, 4 de febrero de 2009
Fidelio
Estaba en el centro cuando decidí entrar en la Real Iglesia de San Antonio Abad o como se le conoce, el templo de la hermandad del silencio. Tengo una terrible atracción hacia los edificios destinados a un culto. Adoro visitar la parte más íntima de los recintos decorados con efigies de ángeles, vírgenes, santos, dios e incluso algún águila de San Juan perdido por en medio. Las iglesias de mayor rancio abolengo rebosan historia, servidumbre, secretismo y poder. Era el caso de esta insigne hermandad, cuyos fieles desfilan en la madrugá sevillana, esto equivale a marchar en la pasarela de la New York Fashion Week, el día que estrena colección John Galliano. En definitiva, una antigua cofradía de categoría.
Una vez dentro, la representación allí encontrada era de una desmesura vehemente. Me quedé tan entusiasmado como perplejo al contemplar un rito ancestral instalado bruscamente en el presente. El cura de espaldas a los feligreses tenía levantados los brazos hacia el cielo y oraba en latín. Una ceremonia llevada a cabo en una lengua muerta es bastante inquietante. El altar, hecho a conciencia para la sublime efeméride, arrojaba tremendismo sectario a la situación. Todavía más sobrecogedor resultó atender la cara de satisfacción de los creyentes. Tras sus fachadas de rectitud moral, la sonrisa se les caía de entre los labios como vampiros sedientos de sangre. De repente, me sentí el Doctor William Harford en mitad de la secuencia orgiástica de Eyes Wide Shut. Entonces si el sacerdote pedía que me desnudase ¿Qué debía hacer?
Los pensamientos tomaban la delantera y la lluvia de imágenes volvía a tenerme clavado hasta apoderarse del control. No pude aguantar tanta tensión, si continuaba mirando creí intuir que sería peor y esos malditos ojos atentarían en mi contra. Sufrí una pérdida despiadada de perspectiva natural. Necesitaba salir del lugar porque percibía la vista de los cristianos acribillándome.
Alguien me perseguía seguro al escapar, por eso no quise mirar hacia atrás. Desde la distancia, un esbirro daría la señal adecuada al mendigo de la entrada para impedirme salir de aquel conclave maldito. Debía alcanzar la calle Alfonso XII antes que me espetasen en un palo para después sepultar mis restos bajo las profundidades de sus arcanas cavernas. Imaginé los ojos cerrados de par en par y el más absoluto de los silencios atormentándome con reiterado esmero hasta el último aliento. Finalmente, crucé el umbral de la puerta, aunque no pude evitar, al pasar justo al lado de la persona que pide limosna, esbozar una palabra a borbotón: Fidelio. Por si acaso.
Era el culto del Quinario a Nuestro Padre Jesús Nazareno, pero cuando el eco de esa voz en latín termine por apagarse y se extinga el fuego de las velas en la mesa consagrada, sólo las paredes sabrán de la oscuridad invadiendo al silencio
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Y que me dices de la hermandad de el Valle?... esa si que es sectaria cuando durante la procesión te ves a los niños cantando en esa lengua muerta, nada que ver con la lengua de nuestro querido R.E. (con todos mis respetos)
ResponderEliminarMuy bien Estuardo volcado en tu rincón. Grande!
ResponderEliminarJavo